7 feb 2011

Segundos.

A lo lejos te podía ver entre llamas. Acostada con un termómetro en la boca, delirando. Si no hubieses estado más cerca de los treinta que de los cuarenta, me hubiese sacado la ropa y hubiese entrado corriendo en tu habitación para gritarte, una y miles de veces más ¡senil! ¡senil! ¡senil!. Pero en vez de haber hecho eso, sólo entré con la cabeza gacha a visitarte. Dormías. No deseaba irme, sin saber si te iba a volver a ver con tus ojos soñadores abiertos y compadrita como siempre.
Hice un poco de tiempo revisando tu biblioteca. Sabía que lo tenía prohibido, pero a esta altura no me importaba. Siempre me pedías que no lo haga, que sería lo mismo agarrar un cuchillo del primer cajón de caoba oscura y abrirte el pecho por el medio, para poder introducir las manos y buscar desenfrenadamente. ¿Buscar qué?, era la pregunta de siempre. Buscar, y sólo buscar por buscar. Hasta encontrar algo lo suficientemente interesante que hable de mí. Y cuando lo encuentres, no sólo no me vas a querer más, sino que vas a pensar que eso fue lo que siempre buscaste y tuviste.
Pero ahí estaba, yo: revisando libros, portadas, cuentos, poemarios. Tapas negras, azules, violetas, blancas. Libros pequeños que me llamaron la atención, y enciclopedias enormes que, sabía, nunca sería capaz de leer. En el último estante encontré un disco de vinilo. Me sonreí, y le arrebaté la envoltura de un solo tirón, casi rompiendo el fino cartón con imágenes en blanco y negro. Busqué el toca-discos, que estaba en tu cuarto de vestir, detrás de una cortina. La púa se clavó en el surco y luego del crujido, comenzó a sonar la introducción de un bandoneón.
Sentí envidia ¿Quién no querría morirse jóven entre todos esos libros, y el resoplar de un tango? Te clavé la mirada, rogando por que abrieras los ojos, te levantaras y bailaras conmigo. Sin embargo seguías respirando débilmente. Acerqué una silla que estaba ocupando espacio, como yo. La puse del lado derecho de tu cama, y me senté. Te acaricié una mano, y respingaste. Seguías siendo tan arisca como siempre, y no pude más que reir hasta perder la voz.
Ahí fue cuando te despertaste, y me miraste acusándome como si conocieras mis pensamientos. Fruncí el seño y me endurecí.
Bostezaste, y te levantaste de un salto, así moribunda como estabas. Probablemente habías enloquecido pero ¿qué te podía decir? Si ya estaba resignada a que en algún momento sucediera. Te tardaste demasiado. Te vi, entonces, levantarte, ir al baño e intentar desintegrar tus dientes con un cepillo rojo. Revisaste la biblioteca, y encontraste un pequeño tesoro. Aun así,tenías las facciones sorprendidas, como si nunca hubieses notado la belleza de las hojas descansando en la madera blanca y pulcra. Un arcoíris de cartón y alguna que otra tela se formaba con el lomo de los libros. Yo te espiaba de reojo, esperando que no lo notaras. Y vos seguías concentrada en los libros, como siempre. Pusiste un vinilo, y el molesto ruido de la púa deslizándose me astilló los oídos. Cuando me rozaste la mano, la sentí hirviendo, y húmeda. Te gruñí para que no sintieras el momento en que mi corazón dejaba de latir. Sabía que pronto no sería más que un recuerdo en alguna mente desvelada, un puñado de polvo, o algunos huesos que se desintegrarían con el tiempo. Y así y todo, me sorprendió que no entraras desnuda a la habitación para gritarme ¡senil! ¡senil! ¡senil!

-Rosario Hollmann.

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