8 feb 2011

Equis.

Se dio vuelta, y observó a su alrededor: el campo parecía florecer con una velocidad inusual. Apenas estaban a mediados de Octubre, sin embargo, se podían ver llameantes colores pintados en los pétalos de las flores. Rojos intensos, y blancos pulcros, casi santos. La hojarasca crujiente, había sido desplazada por las frondas carnosas color esperanza. El pasto corto despedía un aroma curioso, que mezclado con el café de la tarde, le endulzaban el olfato.
Cerca suyo estaba la mesa de madera, tipo camping. Y allí sentados había dos hombres y dos mujeres que se repartían un mazo de cartas por turnos.
Sobre el costado derecho de la mesa, había un paquete de galletitas abierto. Lo había comprado antes de salir de la ciudad, en caso de que tuviesen hambre durante el viaje, pero recién lo habían abierto, para tomar el café en saquitos, que encontraron en el bolso azul. Aún a esa distancia, era capaz de asegurar que las galletitas de chocolate rellenas con crema, habían sido las primeras en desvanecerse.
Una puntada en la vejiga, hizo que volviera a hablar, luego de varias horas.
“-Che, me meo...
-Y andá al baño, entonces.
-No quiero, me tendría que levantar. “
Prendió un cigarrillo para hacer tiempo. Lo colocó entre sus labios y al tiempo que acercaba la llama a la punta opuesta, aspiró desde el filtro anaranjado. El humo gris le inundó los pulmones hasta el último alveolo, pasándole con una suavidad seductora por la tráquea, mientras su masa incorpórea rozaba las paredes de su garganta, acariciándolo.
Comenzó a sentir una presión en la parte baja del vientre y, aún así, esperó a terminar el cigarrillo, que se consumió con velocidad.
Resignado se levantó con lentitud, intentando retrasar al máximo el momento de llegar al baño. Sin embargo, el tiempo, que solía transcurrir a su antojo, lo acercó en un abrir y cerrar de ojos a la colina. Ahí se encontró de frente a una pequeña casa, con techo de tejas rojas y paredes pintadas y sucias. El corazón le latía con fuerza en el pecho, repiqueteando. Observó con ojo crítico la casucha que lo atormentaba: había manchas de humedad cerca del piso, donde la pared encuentra su ángulo complementario con el suelo. Allí el pasto, se convertía en un pastizal añejo.
Cinco metros de pared separaban dos puertas. Ambas tenían un cartel cuadrado colgando, de color negro, y dentro había una figura pintada; en la puerta de la derecha tenía un círculo blanco unido a un cuerpo –también blanco- que usaba un vestido. A su izquierda el cartel alojaba otro cuerpo: el suyo. El cuerpo de un hombre.
Volvió a mirar las puertas. La que se sentía obligado a atravesar estaba pintada de celeste, mientras que la que el mundo de prohibía traspasar, era rosa. Un rosa suave, inclusive delicado, frágil y aún así imponente.
Su corazón, mandatario del deseo, seguía apuntalándole el pecho, gritándole desde su interior, ordenándole.
Un sudor frío comenzó a bañarle el cuerpo. Se sentía enfermo. Dentro de su cabeza, y en sus oídos, podía escuchar el eco de las palpitaciones frenéticas.
Acercó su brazo derecho al picaporte.
Ya había desperdiciado mucho tiempo en esa decisión y sabía que era inútil seguir retrasándola.
Al fin hizo contacto con el frío metal, que le devolvió una sucesión de recuerdos: en ellos se podía ver hurgando en el ropero de su hermana eligiendo algún sombrero que combinara con los tacos altos. Se vio a sí mismo, con un pequeño corpiño deportivo que había robado en algún negocio lejano, y también vio miles de pequeños dedos señalándolo y otro millas de sonrisas burlonas. Inclusive fue capaz de volver a escuchar los insultos de su padre, y se le erizó el vello de la nuca.
Abrió la puerta, despertando de aquella ensoñación. Al entrar al baño dejó atrás el pudor y las lágrimas. Atravesó el umbral, al mismo tiempo que soltaba una carcajada que retaba al mundo a desafiarlo. Una carcajada fatigada de fingir. Una carcajada que parecía más una bienvenida a ser luna de día, a ser lo otro, a ser lo desagradable, a ser la equis en lugar de la vocal abierta, a ser feliz. O quizá, no era más que una despedida, y la brillante invitación a no ser, y comenzar a existir a su manera.

-Rosario Hollmann.

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