20 mar 2011

Noche.

-Tomá, acá tenés el café.
-Gracias.
-No hay de qué, amor. ¿Te enteraste lo que pasó con la vecina del 4ºB, ayer?
Así había empezado a hablar otra vez. El living tenía una distribución perfecta. Los sillones estaban alineados con exactitud, y formaban una especie de semicírculo al rededor de una mesita ratona. Allí arriba había dos tazas de café, y una de ellas estaba sobre un posavasos blanco.
Yo estaba sentada en un sillón de una pieza que enfrentaba un ventanal. La cortina estaba apenas corrida, y desde el segundo piso del departamento costero se podía ver la noche que se extendía al ritmo de la música que vomitaba la radio, en su programa de lentos nocturnos.
El cielo era una tela de raso negro, sin estrellas ni nubes. Simplemente una extensión de algún ser desdichado que había decidido compartirse con la noche. Los barcos flotaban como recuerdos fantasmas de viajes sin realizar, de sueños muertos y vibraban como deseos agonizantes a punto de morir. No se mecían, como solía pasar en el resto de las vidas, menos en la mía. Parecían querer contener cada movimiento hasta desbordar de ellos, y pequeñas vibraciones se expandían desde la proa hasta la popa y esas pequeñas convulsiones hacían que la luz centelleara con furia algunas veces y que, simplemente, muriera otras.
Como por inercia, me levanté del sillón, y me acerqué hasta la ventana, donde estaba corrida la cortina verde con franjas blancas. Los vidrios limpiados hacía menos de veinte minutos, me reflejaban perfectamente. Me ví con los ojos ausentes, y una mueca de miedo asomaba a mis labios. Desde allí no podía seguir viendo el resto de la noche. Abrí la ventana con sus pulcros marcos blancos, haciendo juego con la cortina y el tapizado de los sillones.
-¿Me estás presntando atención?
-Sí, claro que sí. Solamente quiero que corra un poco de aire. ¿Qué pasó después de eso?
-Ah, bueno. Entonces sigo...
Una pequeña brisa me besó el cuello, la frente y los pómulos, se metió por mi ropa y me recorrió el pecho, el abdómen, la cintura, los muslos, las rodillas y las pantorrillas. Sentía que me elevaba y me dirigía hacia aquel cielo lleno de barcos, de sueños rotos y deseos vibrantes. Quería recorrer la noche sin sombras, y bañarme en su luz. Me asomé un poco más por la ventana y pude ver que la noche se convertía en mar, y que éste vomitaba las nubes que faltaban al hacer contacto con la arena áspera. Mi vista se tropezaba con algunos caracoles o algunas piedras que el mar absorvía con vehemencia para escupirlos quién sabe en qué orilla, o para acariciarlos hasta enterrarlos en su profundidad.
Me asaltaron unas ganas furiosas de ser un caracol o una piedra y que me arrastraran, acariciaran, tomaran y escupieran.
El resto de la noche, no tenía la fuerza suficiente para existir por sí misma. Todo lo demás se sublevaba ante este extraño poder que había adquirido el dueto cielo-océano. Se habían fucionado, y mezclaban sus almas para construir una sola y dominar al resto sin necesidad de discursos o promesas vanas. La luz de las farolas colocadas en el perímetro sólo servían para acentuar esa unión. El cemento del piso y de las barandas, conseguía resaltar la escena natural. El ruído y el movimiento ajenos a ellos conseguían enmudecer y aquietar más aún el paisaje que mi mente había encerrado en una especie de burbuja, y que había dejado fuera de mí.
Una mano se arrastró hasta el marco de la ventana y lo cerró con fuerza. Esa misma mano, hacía que mi reflejo volviera a enfrentarse a mí y que me mirara con cierta tristeza. Descubrí que una lágrima se había desayunado mi maquillaje. Aquella mano hecha de huesos grises y carne sólida que estaba recubierta por un guante de piel tersa y morena, ahora corría la cortina y asesinaba mi reflejo, el océano, la noche, los sueños, los viajes, las vibraciones, los deseos, el raso negro, las proas y las popas, el calor, la unión, la belleza, el poder, y la atracción. Aquella mano hecha de huesos de humo y vasos sanguíneos vacíos, me ponía una taza de café instantáneo en mí propia mano hecha de quién sabe qué cosas, que revolvía la infusión sólo para marearla.
Esa mano me había quitado de mí y me guiaba ahora hacia un sillón de cuero blanco, que convinaba con el marco cerrado de la ventana de vidrios limpios. La misma ventana que tenía una cortina verde y blanca que caía prolija y brulona sobre la noche y sobre mí.
-Así que, en realidad fue eso lo que pasó. Yo creo que está loca esa mujer. Creo que sueña demasiado para lo que puede hacer. ¿Está bien el café, así?
-Sí. Sí, está bien así.

-Rosario Hollmann.

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